CAPÍTULO 11. EVANGELIZACIÓN QUE FORTALECE

Minutos antes de que Jesús ascendiera al Padre, les dijo a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado» (Mt 28, 19-20).

El mandato «Id» apunta a la proclamación inicial, el movimiento del discípulo que se dirige al mundo para proclamar la Buena Nueva. «Enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado» es la labor atequética. Y «bautizándolos» señala el elemento sacramental de la nueva evangelización, la llamada a traer a todos los pueblos de la tierra a la familia de Dios.

Este es el motivo por el que la evangelización debe basarse en la Eucaristía. La Eucaristía nos ayuda a entender que proclamar los cuatro pasos básicos de que hablamos antes nunca puede ser suficiente. Los que hacen eso tienen su corazón en el lugar adecuado, pero no están siguiendo el gran mandato en plenitud. Están proclamando solo media verdad o, para ser más precisos, un tercio de la verdad. Han reducido el significado de la evangelización a un único momento, lo mismo que han reducido lo que significa seguir a Cristo a un único sí.

Tanto la evangelización como la propia fe son algo mucho más grande. Y eso nos lo muestra la Eucaristía. La Eucaristía es, como dijo la Lumen Gentium, «fuente y cima de toda vida cristiana» (n. 11). Vuelvo a repetirlo: la Eucaristía es el final. Somos impulsados a través de las distintas etapas de la evangelización hasta llegar al banquete de bodas del Cordero. Y, entonces, nos da la fuerza necesaria para crecer en el amor y la fe todos los días de nuestra vida de católicos, y nos obliga a compartir esa fe con otros.

Cuando comprendemos esto, comprendemos el alcance de la nueva evangelización. Vemos la plenitud de la fe que se nos encomienda compartir, y vemos la plenitud de la relación a la que estamos llamados.
Scott Hann

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