Eso es algo que tu párroco no puede hacer. No puede dar testimonio ante ese compañero de tu oficina que no ha pisado una iglesia católica en su vida. No puede provocar una conversación en el gimnasio o en la cafetería con uno que dejó de ir a misa hace una década. El alcance de tu párroco es limitado. Las monjas que dan clase en los colegios parroquiales o trabajan en hospitales
tienen también un alcance limitado. Pueden hacer grandes cosas donde están. También pueden hacer grandes cosas mediante sus oraciones y sacrificios. Pero no pueden ir a donde puedes ir tú.
El decreto del Concilio Vaticano II sobre el apostolado de los laicos, Apostolicam Actuositatem, esarrolla esa idea, explicando que los laicos, «hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios…». Continúa diciéndonos exactamente cómo compartimos esa misión:
mediante el «trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico». Por último, nos dice dónde debe llevarse a cabo esa actividad: «en medio del mundo y de los negocios temporales», debemos ejercer nuestro apostolado, «fervientes en el espíritu cristiano… a manera de fermento» (n. 2).
Que nadie se equivoque: la gente necesita que seamos ese fermento. Necesitan nuestro testimonio. Necesitan saber quiénes son: que tienen una dignidad que no depende de su apariencia física o de a qué se dedican o cuánto ganan. Necesitan saber que existe la verdad y necesitan saber cómo vivir según esa verdad. También necesitan saber que Dios existe: un Dios que les ha creado, les ama y quiere amarles eternamente. Necesitan saber que Dios les ha dado una Iglesia, una familia que les ofrece una cura que va mucho más allá de la que se consigue con medicamentos, una que les llega a través de los sacramentos.
Necesitan saber que Dios les da su propio cuerpo y sangre como alimento, y les invita a formar parte de su familia. Necesitan saber vivir como maridos y mujeres, madres y padres, hermanos y hermanas, de acuerdo con el perfecto plan de Dios sobre el amor, y darle gracias por todos los dones que les ha concedido para ayudarles a seguir ese plan.
Necesitan saber todas esas cosas para encontrar la paz, la alegría y la felicidad que ansían, para la que fueron creados. Y el único sitio donde pueden encontrar todo eso es la Iglesia católica. Nuestra tarea en la nueva evangelización es conducir a los hombres y mujeres a esas verdades. No obstante, esa tarea no es solo trabajo de un momento, la evangelización no es proclamar el Evangelio una única vez.
