CAPÍTULO 7. EL FINAL DE LA EVANGELIZACIÓN

Tal y como lo ven los protestantes evangélicos, el objetivo de la evangelización es conseguir llevar a alguien a creer en Cristo, una creencia que se expresa mediante lo que ellos llaman la Oración del Pecador, que dice más o menos lo siguiente: «Señor, gracias por tu amor; admito que he pecado, pero con eso que Jesús murió por mis pecados, y quiero dar mi vida por él, lo mismo que él dio su vida por mí».

Con eso no quiero decir que crean que el camino de fe de una persona acabe en la Oración del Pecador. Hay que cultivar, además, una vida de fe: leer la Biblia, ir a la iglesia, cumplir los mandamientos. No obstante, cuando uno llega al punto de rezar esa oración, los evangélicos consideran que se ha alcanzado el objetivo. Salvado una vez, salvado para siempre.

En el caso de los católicos es más complicado. No basta con conseguir que uno llegue a rezar la Oración del Pecador. Es bella. Va a la esencia. Pero no es su ciente. Es solo el primer paso del hijo pródigo en su camino hacia la casa de su padre. No es la última estación. No es el nal. El nal es el cielo. Y la forma de llegar a él es mediante la Eucaristía. Es mediante la plena participación del cuerpo de Cristo y la recepción de la vida de Dios mediante los sacramentos.

A eso se refería San Juan Pablo II cuando decía que la evangelización debe basarse en la Eucaristía. Cuanto más he meditado sus palabras, más claro he visto que bebe de la sabia tradición de los Padres de la Iglesia, que entendían la evangelización no como una transacción –en la que ofrecemos una idea a alguien, y ese alguien la compra o no la compra–, sino como un divino romance que se va desarrollando durante toda la vida a través de la liturgia, los sacramentos y las devociones de la Iglesia.

Scott Hann.

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