CAPÍTULO 8. EVANGELIZACIÓN EN TRES PARTES

Necesitamos volver nuestra mirada y fijarnos en el testimonio de los primeros evangelizadores católicos, aquellos cuya tarea fue la de proclamar el Evangelio a una cultura precristiana, durante los primeros siglos después de Cristo. Si analizamos la estrategia de la Iglesia primitiva, vemos que, para aquellos primeros cristianos, la evangelización tenía un significado mucho más amplio que el simple acercamiento de una persona a la fe. Los mismos cuatro pasos básicos –conseguir que alguien reconozca que Dios le ama, que ha pecado, que Cristo ha muerto por sus pecados y que debe responder con la fe– estaban ya presentes. Pero veían esos cuatro pasos como una simple evangelización inicial que llevaba a la decisión inicial. El resultado final, si alguno tomaba la decisión y empezaba a creer en Cristo, no era decir: «Ya está. Evangelización conseguida. Salvado una vez, salvado para siempre».

Después del primer paso, que era la conversión, se daba el segundo paso, el del catecumenado. Ese era el modo de expresar el compromiso con Cristo como nuevo creyente. Se le hacía la señal de la cruz, se le rociaba con sal, se le imponían las manos y se pronunciaban sobre él las oraciones de exorcismo. Así pasaba a formar parte del orden de catecúmenos. Después de ser evangelizado, uno tenía que ser catequizado.

En la Iglesia primitiva, el catecumenado podía durar un año entero o incluso más. En el caso de san Cipriano, duró casi tres años. En sus escritos, Cipriano admite que, cuando escuchó el Evangelio, se acercó a la fe y empezó a conocer lo que enseñaba la Iglesia –lo que Jesús esperaba de él–, se le plantearon dudas. Pensaba que alguien como él nunca sería capaz de vivir de aquel modo. Y, por eso, se mantuvo en la segunda fase: no la de simple converso que ha sido evangelizado, sino la de catecúmeno que está siendo catequizado. Durante ese tiempo, aprendió el credo, aprendió la oración del Señor –el Padrenuestro– y acabó dándose cuenta de que Dios no le pedía que viviera la fe contando solo con sus propias fuerzas. No tenía que lograrlo por sí mismo. El Espíritu Santo le haría fuerte, lo mismo que había fortalecido a todos aquellos a los que Cipriano veía vivir la fe a su alrededor[21].

Cuando Cipriano llegó a ese convencimiento, decidió concluir la segunda fase, la de catecúmeno, y pasar a la tercera. Había sido catequizado. Había llegado el momento de ser sacramentalizado. Esta fase empezaba cuando el catecúmeno iba a la vigilia pascual y se convertía en comulgante. Le bautizaban, le confirmaban y recibía la primera comunión. En ese momento, fortalecido ya con el Espíritu Santo, uno era iniciado en los misterios más profundos de la fe: los sacramentos. La Iglesia primitiva llamaba a esta iniciación «mistagogia», que quiere decir «iniciación en los misterios». Desde la Pascua hasta Pentecostés y después, la Iglesia instruía a los recién bautizados y confirmados en las verdades más profundas de la fe: los sacramentos.

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