En su Primera Apología, san Justino mártir resume cuál era el proceso de instrucción: «Dado que muchos se convencen, y creen que lo que enseñamos y decimos es verdad, y consideran que son capaces de vivir de ese modo, se les enseña a rezar y a implorar a Dios, mediante el ayuno, la remisión de sus pecados. Después son conducidos por nosotros a un lugar en donde hay agua, y allí son regenerados del mismo modo que nosotros volvimos a nacer como hijos de Dios».
Vayamos por partes. Primero, «muchos se convencen». Ese es el resultado de la proclamación inicial. Segundo, «y creen que lo que enseñamos y decimos es verdad». Eso viene de la catequización. Tercero y último, «son regenerados del mismo modo que nosotros volvimos a nacer como hijos de Dios».Eso es la recepción de los sacramentos y el comienzo de la instrucción en los misterios de la fe.
Nótese como se apela a la voluntad en la evangelización, se fortalece la inteligencia mediante la catequización y se prepara a ambos para que se sometan y comprendan verdades más profundas aún, mediante el ayuno y la oración.
Así entendía la Iglesia primitiva la evangelización: como un proceso que comprendía toda la persona –entendimiento, cuerpo y voluntad– y que se iba desarrollando, mediante la coordinación de los tres elementos, durante muchos años. Los Padres de la Iglesia veían la evangelización con esa perspectiva porque sabían lo que la Iglesia sabe todavía: la Buena Nueva no se agota con la proclamación de Cristo como Señor y Salvador. Y tampoco es la recepción del bautismo, la confirmación y la comunión el final del camino cristiano. La recepción de los sacramentos no es el final del proceso de catequesis, como tampoco es el final del proceso de evangelización. Es, simplemente, un comienzo más glorioso. Cuanto más se profundiza en ella, mejor es la Buena Nueva. Acaba siendo tan buena, que resulta difícil de creer.
Scott Hann